miércoles, 23 de noviembre de 2011

Libros al sol

Llega el verano y mis libros se ajan porque se mojan con el agua de la pileta, o del río o eventualmente del mar si tengo suerte, luego las páginas se endurecen al sol y se les mete tierra o arena y alguna que otra hojita adentro. Al final del día los sacudo un poco y los llevo a mi mesa de luz.
Puedo distinguir perfectamente los libros que he leído en verano porque además de todo eso, tienen alguna que otra gota rosada de protector solar seco.
Suelo acostarme de espaldas sobre una toalla y camuflarme con gorro y anteojos bien oscuros.
A los libros del verano no los rayo, ellos me rayan a mí, porque no son los mismos libros que elijo para el invierno, esos que merecen una reseña clara, ordenada y académica.

Los libros estivales son esos tremendos novelones con los que se me caen las lágrimas que se mezclan con la transpiración y el bronceador hasta que me obligan a cerrarlos y a darme un chapuzón o a manguerearme de arriba a abajo para poder conectarme con la realidad nuevamente.

Recuerdo que leí Drácula de Bram Stoker cuando tenía catorce años. Con esa historia volaba sin escalas a los diez grados bajo cero de Transilvania, a los castillos sombríos y a las disputas entre Mina y Lucy mientras tomaba sol en la terraza de mi casa a las dos de la tarde y me parecía una experiencia casi sobrenatural mudarme a ese invierno crudo de días cortísimos y a ese paisaje gris que contrastaba con el sol desmesurado del verano en San Lorenzo.

En esa época no se había roto la capa de ozono, o sí, pero el sol era un amigo, un signo de salud y belleza, no nos decían que podía producirnos cáncer ni que nos íbamos a arrugar como tortugas y a los cuarenta íbamos a gritar desesperadas por el botox.
Yo cruzaba los dedos para que no se acoplara ninguna amiga a la tortura de broncearse porque me sumergía en el libro y así el tiempo volaba. Además disfrutaba de la soledad de esas siestas litoraleñas donde sólo se escuchan las chicharras y la melodía de Para Elisa que pone el heladero.
En verano leí Madame Bovary y la historia de Emma quedó flotando en mi imaginario adolescente, leí la Cartuja de Parma de Stendhal y muchas novelas del siglo XVIII en las que las descripciones de un lugar pueden ocupar hasta cuatro páginas.
La Peste de Camus la leí en una playa de México y el dolor que me producía era tan fuerte como era el sol, ese mismo sol por el cual Mersault decide matar al árabe en El Extranjero. Nada de lo que leía tenía que ver con el entorno en que me encontraba, que prometía la felicidad en paquete.
Las lecturas de verano nos dejan una marca, no sé por qué, pero las recuerdo de una manera especial y si hago un esfuerzo podría nombrar a la mayoría hasta remontarme a mi infancia, a los viajes eternos a la costa donde me arrinconaba alejándome de mis hermanos para leer todas las aventuras de los Hollister de Jerry West, y la colección completa de Robin Hood.
Cuando veo en la playa a alguien sumergido en un libro, aislado de los que juegan a la paleta, al tejo, o parlotean mientras comen y toman sol pienso cuán lejos debe estar esa persona, a dónde se habrá ido y me intriga . Me pregunto si estará inmerso en una escena de sexo orgiástico o en el dolor de una madre que acaba de perder a su hijo.
Leer en verano es salir de esa quietud que el clima nos impone, es un clásico, mucha gente lee en verano, pero los lectores verdaderos somos lectores de cuatro estaciones.

1 comentario:

  1. Hermosísimo Jaqui!! Pude sentir e identificarme en cada una de tus palabras!! Gracias por compartirlo!!

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